viernes, 1 de octubre de 2010

Restos de la Historia: Capítulos I y II

RAPSODIA I

Amaneció con un sol radiante, que solo al vislumbrar su reflejo en el río forzaba un momento de ceguera instantánea sobre los ojos. La naturaleza seguía tan exuberante como siempre. Sólo verla durante varios segundos provocaba una sensación estremecedora. La hierba gozaba de un estupendo color, de tal brillantez y viveza, que hasta una rápida mirada conllevaba a un principio de deslumbramiento fugaz. Un forraje de más de un palmo que, sin lugar a dudas, se convertía en un verdadero palmeral para la más diversa fauna minúscula: hormigas, cigarras, gusanos y demás alimañas que convivían en el mismo escenario natural. El matiz de los robles, hayas y fresnos adquiría las tonalidades más diversas. Desde un color muy rojizo, similar al de la arcilla; hasta una pintura oscurísima, casi negra. Las zonas más rocosas carecían de una flora tan atractiva y vistosa, al ojo humano claro. Pero si nos paramos a pensar bien, son los matorrales, líquenes, musgos,… y demás plantas y flores, los que más orgullo deberían ofrecer a la Madre Naturaleza, pues son capaces de nacer en las zonas más yermas e incultas; y en las líneas más oscuras y húmedas, donde ni un solo resquicio del sol consigue arañar poco de ese espacio. El agua corría montaña abajo sobre un espléndido río. Había temporadas en las que el agua que bajaba era de tal magnitud, que su empuje era capaz de atravesar montañas como verdaderos túneles y provocar como profundas emanaciones subterráneas. Un pequeño afluente de ese río iba a parar a una especie de arroyo o laguna, un estanque de pocos metros de dimensión que completaba un espacio casi perfecto. La fauna era de tal diversidad, que lo único que hacía era demostrar lo idílico del paisaje, y la enorme satisfacción de pensar en la existencia de lugares tan indescriptibles. La temporada de nieve no tardaría en arribar. Mientras tanto, las temperaturas eran tan bajas que todos los amaneceres despertaban un rocío presente en la mayoría de plantas y flores del lugar. A medida que trascurría el día, las medias térmicas ascendían; aunque la marcha del astro solar sustituido por el satélite lunar daba lugar, de nuevo, a ese frío tan desgarrador. Como decía, los cuadrúpedos se distribuían en gran número por todo el paisaje, desde simples conejos y liebres, pasando por topos, castores y mapaches, llegando a lobos y zorros; y finalizando con osos y mamut en las épocas de mayor frío.
El paisaje era una fisonomía de la vida, era la demostración de un grupo de gentes que vivían para él, y con él. Era la relación exacta, racional, obligada y deseada de las personas del lugar y el panorama que les circundaba. Nada había que les separase. Formaban un todo, una relación de mutualismo e interdependencia voluntaria e inquebrantable. La naturaleza era juiciosa, y su sabiduría había permitido crear todo aquello que veíamos y sentíamos. El color de la naturaleza, la fuerza del agua, y la potencia de la vida en sí, eran fruto de la propia metafísica de la vida en general.


RAPSODIA II

Lucy comenzó a despertarse. Tras un primer momento en el que en su cuerpo recorrió un breve cosquilleo fruto de un largo descanso, sintió la necesidad de desperezarse. Todo su cuerpo se engarrotó durante varios segundos, hasta que una suave relajación recorrió todo su ser. Una disimulada sonrisa recorrió la comisura de sus labios, sin saber si quiera la razón de esa pequeña emoción. Sus ojos llorosos y húmedos fueron enjugados con la mano de forma que un leve picor sacudió la zona próxima al lagrimal.
Se disponía ya a salir de la cabaña. Sus hermanos y hermanas pequeñas todavía dormían, y Lucy las observó y admiró durante un pequeño lapso de tiempo con gran ternura y cariño. Apartó la piel de mamut que su madre había preparado para ella, y que durante las noches de frío suponía la única salvaguarda a quedar congelado. Lucy salió de la cabaña, pero todavía era de noche. La bóveda celeste aparecía en una oscuridad muy emotiva, y la luz que desprendía el astro lunar se disponía como una luz blanca y uniforme, de forma que el río parecía que llevase un manto de plata en lugar de agua. En ese momento se sentó en la tierra húmeda para mirar ese paisaje celeste que tanto le gustaba y admiraba, pero que a la vez tan poco comprendía.
La cabaña presentaba una forma circular casi perfecta. Constituida por un zócalo de piedra, ese soporte suponía el cimiento sobre el cual se elevaría el resto de la choza. Disponía de un potente poste central de madera que hacía la función práctica y funcional de sostener toda la estructura en pie. El poste de madera de roble estaba hincado en la tierra a más de medio metro de profundidad, que junto con el zócalo, permitía dotar de gran seguridad al hábitat familiar. De forma diametral, diferentes postes de menor tamaño y altura se situaban alrededor de ese gran poste guía. La cubierta presentaba una techumbre a base de hojas y ramas, mezcladas con una argamasa y pastosa formada por barro, agua y piedras, y una nueva cubierta vegetal impermeable.. Las paredes lucían una parte de ese zócalo de piedra, y el resto del muro lateral exhibía una especie de mezcla de hojas, ramas y barro, ofreciendo una mayor consistencia al lugar. La cabaña carecía de ventanas o salidas exteriores, pues la puerta de acceso, elaborada con varios tablones de madera unidas con cuñas de cobre, suponía la única apertura. En el mismo centro de la cabaña, existía un pequeño hogar en el que la familia tenía una hoguera para calentar los cuerpos antes de conciliar el sueño. La forma cónica del tejado de la casa permitía que, en días de lluvia, la m no se acumulara y cayera al suelo. A Lucy le encantaba, cuando llovía, asomarse desde la puerta y vislumbrar como caía el agua en el resto de cabañas.
El resto de la aldea presentaba las cabañas de un tipo muy similar, salvo que algunas presentaban mayor o menor tamaño, y las de la elite de la aldea podían disponer de hasta una especialización doméstica, de modo que tenía diferentes habitaciones en la misma choza. Pero lo general eran esas pequeñas chozas unifamiliares y de pequeño tamaño.
Lucy permaneció durante largo rato fuera de la cabaña, sentada sobre esa tierra húmeda que poco a poco le hacía sentir mucho frío. Su estancia allí se prolongó prácticamente hasta que ese gran círculo rojo demostró toda su presencia. Salió entonces su hermano pequeño de la cabaña. Ennan dio la mano a Lucy, y ésta le correspondió con una mirada comprensiva y cariñosa que el pequeño entendió en seguida. Éste, a su vez, soltó una pequeña carcajada que la enamoró. Lucy y su hermano permanecieron larga rato viendo como pequeñas luciérnagas se sostenían no se sabe cómo sobre el manto azul que vislumbraban a través de sus ojos. Lucy se preguntaba cuál era el sentido de todo lo que le rodeaba. Tenía catorce años y unas ganas increíbles de descubrir, conocer y conseguir entender todo lo que la envolvía. Ennan también pensaba en muchas cosas, incluso más complejas a veces de las que pasaban por la cabecita atareada de Lucy, pero en ese momento solo le rondaban por la cabeza unas terribles ganas de llevarse algo a la boca, pues ya hacía dos noches que cinco hombres habían marchado en busca de varias presas para poder aguantar el duro invierno, y todavía no habían regresado. Toda la aldea se temía lo peor. El padre de los hermanos iba en la expedición.

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