martes, 19 de octubre de 2010

Restos de la Historia: Capítulos III, IV y V

RAPSODIA III

     Cuando el Sol hubo alcanzado una altura considerable, todos los habitantes de la aldea ya llevaban largo tiempo levantados. Toda la aldea se encontraba en una situación de extensa preocupación. Todos y cada uno de los miembros, desde el niño más grande hasta el anciano más pequeño, se hacían preguntas de cualquier tipo para intentar darse una respuesta a tanto desconcierto. Una áurea de pánico y desasosiego recorría, como una niebla espesa y potente, cualquier rincón habitado de la aldea. Las flores habían abandonado su viveza y altivez anterior por un tono marchito y mustio. El viento resonaba con gran furia, y chocaba de forma violenta contra las chozas y las hojas de los árboles. El ruido que emitía era de un estruendo tal que parecía emitirse desde lo más alto de la tierra. Parecía como si la inquietud y temerosidad de la aldea se hubiera contagiado en el ambiente que respiraban. La inquietud y zozobra llevó a que la aldea decidiera tomar una decisión que pusiera fin a tanta conmoción.
     La decisión radicó en pedir el consejo al Gran Anciano de la aldea. Una vez tomada la decisión, se
hizo llamar al joven de la aldea. Solo un joven que hubiera cumplido los catorce años podía encontrase con el Anciano. Era una costumbre que se remontaba al principio de los tiempos de la vida de la aldea. Hicieron llamar al joven, y éste se apresuró en su llegada. La aldea transmitió al joven su misión, y éste la aceptó con un gran honor, pero al mismo tiempo con miedo e inseguridad. Recibida la noticia, marchó prácticamente dejando la palabra en la boca a la comunidad reunida, y como una exhalación de aire, corrió como nunca lo había hecho en dirección norte, donde se ubicaba la cabaña del Gran Sabio. La cabaña del Gran Sabio, o Anciano, estaba localizada en un pequeño altozano, justo al principio de la montaña, y el río no pasaba muy lejos de él. Su cabaña se hallaba en el exterior de los límites de la aldea, en un lugar apartado de la población de la misma. El río separaba la aldea de la cabaña del Anciano. Un pequeño puente realizado con troncos de madera cortados transversalmente, y unidos mediante cera de abeja, resina y esparto, servían como único medio para cruzar el río. La cabaña del Anciano, Uhnama, se hallaba limitada físicamente por una serie de piedras verticales hincadas a la tierra. Las piedras se disponían de forma romboidal, de forma que la cabaña quedaba situada en el centro de la forma geométrica. Las piedras, de material calizo, eran puntiagudas, y simbolizaban un límite infranqueable entre lo terrenal y lo espiritual. La entrada carecía de esas piedras, pero sí presentaba unas losas pétreas que llevaban directamente hasta la misma puerta de la cabaña del Anciano. El joven llegó, y suspiró. Una espiración motivada por cinco minutos de una intensa carrera, y causada también por los nervios que suponía encontrase y dirigirse hacia Uhnama. Se deshizo del calzado, y se dispuso a acceder. Las palpitaciones y temblores musculares iban en aumento, pero él desconocía completamente el sentido de esas sensaciones. Asió un pequeño poste sujeto a la puerta, cogió la pequeña cinta de corteza de árbol trenzada que colgaba de él y que acto seguido ató a sus ojos. Ante el peligro de poder tropezar y caer al suelo, fue con mucho cuidado palpando con las yemas de las manos la entrada de la estancia y se sentó sobre un pequeño lecho de paja que le situaba frente al Anciano. El joven no veía nada, pero sentía la respiración del Anciano. Para el joven, era su primera vez y no sabía qué debía hacer. Fue entonces cuando Uhnama comenzó a hablar.

RAPSODIA IV

     Una vez se hubo acomodado completamente en su asiento, los nervios comenzaron a disipársele. La tranquilidad y relajación comenzó a correr por todo su cuerpo. Desde el primer momento que entró en la cabaña, sintió la presencia del Anciano en todo su esplendor.
— Dime hijo, ¿qué es lo que ves? —preguntó el anciano. Piensa bien la respuesta que me vas a ofrecer. Mira en la naturaleza todo aquello que quieras conocer.
    Fileoxos, el joven, quedó perplejo ante tal pregunta. Fileoxos era un gran amigo de Lucy, y éste tenía algunos meses más de edad que ella. Cuando el Anciano le formuló la pregunta, se imaginó al momento la cara de Lucy cuando ella le hacía preguntas a las cuales no podía dar respuesta. Le costó reaccionar. No entendía nada. Intentaba analizar cada una de las palabras del Anciano, pues en ellas estaba la respuesta ante tal acertijo. El joven sabía que el tiempo corría en contra suya, pero también contra toda la aldea y los compañeros que todavía no habían regresado de la marcha de caza.
— Gran Anciano, alma del pasado, gran conocedor de la historia de nuestro pueblo. Tú que conoces las esferas del tiempo y el ritmo de la naturaleza —prosiguió Fileoxos. No encuentro una respuesta adecuada a la pregunta que me realiza.
    Se hizo un silencio absoluto. El joven se quedó sin más palabras. No sabía que debía hacer. Llegó a pensar que el Anciano estaba dispuesto a tirarlo ante tal insolencia. Después de sus palabras, el joven se había quedado mudo, y los músculos de la boca se le habían contraído. El anciano seguía con esa respiración constante y potente que Fileoxos percibía a la perfección. Ese momento de paz concluyó con un hecho. El anciano se dispuso a levantarse. Flexionó las piernas y las rodillas, y un chasquido de los huesos demostró la vieja edad del Anciano. Éste se acercó muy lentamente al joven. Para Fileoxos pasó una eternidad hasta que el Anciano llegara ante él. Una vez hubo llegado frente a él, el corazón del joven comenzó a latir con una fuerza sobrehumana. Una sensación de inquietud y nervios le corroían por dentro. El Anciano se hizo con un ramillete de olivo, un poco de hierba de romero machacada sobre una hoja de eucalipto, una rosa marchita, y algo de agua sobre un pequeño cuenco cerámico. El cuenco presentaba un color rojizo anaranjado, fruto de la cocción de la arcilla, y también tenía una decoración a base de incrustaciones de cristal.
— ¿Qué es lo que ves, hijo mío? —repitió el Anciano.
— No veo nada, Gran Anciano. ¿Acaso no observas como esta venda de corteza arbórea limita mi sentido más preciado? Mis ojos permanecen abiertos, sí; pero la oscuridad que transfiere el vendaje no me permite observar nada, frente a mí, pero desconozco el qué, argumentó Fileoxos.
Una sonrisa recorrió la tez arrugada y vieja del Gran Anciano. El joven no pudo verla, pero en su interior pudo percibirla y sentirla. Fue en ese momento cuando Fileoxos comprendió a la perfección lo que intentaba decirle el Anciano Uhnama.
— No es la vista el sentido más preciado para nosotros, hijo mío. Tampoco lo es el hecho de que puedas oír en este preciso instante las palabras que emito, y tampoco lo es la posibilidad de que puedas palpar la entrada de la cabaña para tomar asiento cuando vas con los ojos vendados. Tampoco lo es, querido, el que puedas saborear la carne o el pescado, u oler a kilómetros las presas para la caza.
— ¿Y cuál es Padre? —insistió el joven una vez hubo acabado de hablar el Anciano.
— Tú mismo lo sabes ya, hijo —aseguró Uhnama. Yo sólo te he guiado hacia ella, pero el camino debes recorrerlo solo. Debes sentir la naturaleza. Ella está a nuestro alrededor, pero también dentro de nosotros. Todos y cada uno de nosotros formamos parte de ella, somos elementos inseparables que formamos un todo. Esa es la razón por la que estamos aquí. Ahora ya puedes marchar en busca de los compañeros que no han vuelto. Debes comprender la naturaleza. No consiste en verla, sino en sentirla.
     Fileoxos abandonó la cabaña con cuidado, y dejó la venda en el poste de la puerta. Sin haber visto la cara del anciano, sabía perfectamente cómo era su rostro. Había sabido sentir, a pesar de no haber podido ver.
    Marchó tan rápido como pudo. El joven iba a gran velocidad, tanto que el viento hacía que el manto que cubría su cuerpo se volara como si fueran simples hojas caídas del árbol. Cruzó el río con tres grandes zancadas que por poco le costaron un gran chapuzón, y corrió bosque a través hasta llegar a la aldea. Lucy fue la primera persona con la que se encontró. Su mirada cristalina señalaba las ganas enormes de Lucy de saber todo lo que había ocurrido dentro de la cabaña. Por desgracia, el tiempo corría en contra, y no había ni un momento que perder.

RAPSODIA V

     Los hermanos de Lucy jugaban juntos en una pequeña charca que se había formado el día anterior, fruto de las lluvias. No les hacía falta prácticamente nada, pues con cualquier cosa se divertían. Los dos hermanos y las dos hermanas jugaban a cogerse los unos a los otros alrededor del pequeño charco. Disfrutaban de aquel momento como si fuera el último. Para ellos no existía en ese momento ninguna otra preocupación que la de evitar que alguno de sus hermanos le cogiera, y entonces le tocara pillar.
     Lucy observaba la situación muy a lo lejos, tanto a la distancia, como también en relación a la edad. La madre de Lucy se acercó a ella y le acarició repetidas veces la espalda. Para Lucy fue un gran alivio sentir que su madre estaba ahí, que la cuidaba y que le mostraba su afecto y sentimiento a través de ese contacto físico. Cuando Lucy se dio la vuelta, vio a su madre envuelta en lágrimas. Las gotas de ese sollozo iban cayendo poco a poco a través de la cara, detectando la fisonomía facial de su madre. Una de esas gotas cayó sobre la cara de Lucy, pero su madre se la limpió rápidamente con un leve contacto de la yema de su pulgar. Su madre se giró, y marchó a paso rápido para continuar las tareas de recolección que estaba llevando a cabo con algunas mujeres de la aldea.
     Lucy quedó largo rato observando cómo su madre continuaba con esas labores. Sabía que era lo que preocupaba a su madre, pero inevitablemente no podía hacer nada. En sus manos no estaba el tomar la decisión y enviar una guarnición que buscara a los cazadores desaparecidos por el bosque. O sí. Lucy marchó corriendo para hablar con el hombre más adulto de la aldea. Ella lo conocía muy bien. Era Garlet, una de las personas más cercanas a su padre.
    Lucy recordó lo que le dijo una vez su padre. Lucy, cualquier peligro al que tengas que enfrentarte tu o alguien de nuestra familia, siempre y cuando no esté yo, pide ayuda a Garlet. Él sabrá lo que hacer y te prestará su ayuda.
      Se acordó entonces Lucy de que junto a eso, su padre le dijo que había un juramento de fidelidad entre su familia y la suya. Una vez Egorj, el padre de Lucy, salvó la vida a Garlet en una situación en la que por poco perdió la vida el segundo. Desde aquel momento, ambos se hicieron inseparables.
    Cuando Lucy llegó a la cabaña de la familia de Garlet, este ya no estaba. Preguntó dónde estaba, y su mujer le dijo que los hombres habían marchado a la Asamblea en una reunión extraordinaria de la que surgiera una decisión. Lucy sabía que no podía acceder a ella, pues las mujeres carecían del derecho de entrada y también de decisión sobre los aspectos de la vida política del pueblo.
     Tras una larga espera en la puerta de la Asamblea, salieron primero los cuatro Ancianos. Su poder consistía en la consulta, y tenían el derecho de que los hombres que representaban al pueblo escucharán sus opiniones. La Asamblea la formaban cincuenta y cuatro hombres, es decir, el padre de cada una de las familias de la aldea. La Asamblea estaba formada por cincuenta y ocho hombres en total, contando con los cuatro ancianos. Fileoxos presidió la reunión, al ser el único que había conocido la palabra del Gran Anciano. Tras revelar las palabras del encuentro, el Consejo de representantes de la aldea reunidos en la Asamblea decidió enviar un pequeño destacamento de seis hombres que saliera en búsqueda del grupo. Tras los ancianos, fueron saliendo los representantes de cada familia en hilera, quedando para el final la figura del joven Fileoxos.
     Fileoxos salió de la gran cabaña y, en su andadura, se encontró con Lucy, aunque más que un encuentro, Lucy se interpuso como un muro en el camino del joven. Lucy quería averiguar que había ocurrido.
— ¿Qué ha pasado? ¿Qué han dicho? ¿Han decidido los sabios tomar una decisión propicia para la comunidad? Respóndeme ya, ¡Vamos! —concluyó Lucy, con aires de nerviosismo y violencia.
Una pequeña mueca sonriente salió de la boca de Fileoxos. Lucy no entendió en absoluto el gesto de su amigo, ¿cómo podía estar de esa manera, tan impasible y sereno, en un momento como éste?, se preguntó a sí misma Lucy.
— Tranquila pequeña. A primera hora de la mañana, saldremos en busca de tu padre. No volveré hasta haberlos encontrado a todos, imperó en la garganta del joven. La marcha es larga y el tiempo breve, pero juro que traeré a nuestros padres con vida.

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